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Aranceles de Trump: ofensiva de un imperialismo en crisis


El reciente anuncio de Donald Trump sobre el aumento de aranceles a todos los países, castigando más a China y la Unión Europea, ha generado un torbellino global. Los discursos sobre el fin del libre comercio resuenan con fuerza, pero, ¿acaso alguna vez existió? Durante décadas, el dogma del librecambismo fue impuesto desde los centros del poder, pero solo cuando servía a sus intereses. Hoy, ese relato se desmorona, no por una rebelión de los pueblos, sino porque las propias necesidades del capital han cambiado.


La decisión de Trump, lejos de ser una excentricidad electoral, expone el agotamiento del modelo globalizador. Es el síntoma de un imperio en declive que ensaya su regreso al proteccionismo clásico, no por convicción ideológica, sino como una estrategia desesperada para recuperar competitividad perdida y reafirmar la supremacía del dólar.


El capitalismo, como siempre, no tiene más lealtad que la ganancia. En su fase actual, marcada por crisis estructurales, guerras y el colapso ecológico, ya no le resulta funcional sostener la fantasía de un mundo interconectado por la libre circulación de mercancías. Ahora se reorganiza en bloques, levanta barreras comerciales y usa los aranceles como un arma en la competencia feroz entre potencias. Trump no es más que el rostro grotesco de esta mutación: su nacionalismo económico no es un error, sino una estrategia. Con un déficit comercial insostenible y una economía que ha perdido competitividad en sectores clave, su giro proteccionista busca reactivar la industria doméstica a costa de sus viejos aliados y rivales.


El gran capital, lejos de resistirse, se adapta. Aplaude cuando el Estado interviene en su favor y demoniza toda regulación cuando va en sentido contrario. Es el viejo truco del liberalismo económico: la “mano invisible” solo funciona cuando favorece a los dueños del mundo. Mientras tanto, las grandes potencias libran su batalla por el control de mercados, tecnologías y recursos estratégicos. China avanza con su expansión comercial y tecnológica, la Unión Europea intenta recomponerse como actor autónomo, y Rusia reconstruye su esfera de influencia.


Trump dinamita el andamiaje que sostuvo la hegemonía estadounidense en la segunda mitad del siglo XX, pero no por una voluntad de ruptura, sino porque las reglas anteriores ya no garantizan la acumulación de capital en las condiciones que el sistema exige. No es una rebelión contra el orden económico global, es una reconfiguración para sostenerlo por otros medios. Es el capitalismo en su estado más puro: muta, devora y avanza. No hay otro remedio que arrancarlo de raíz.

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